Aquella mujer, casi a primera vista hubiéramos podido decir aquella muchacha, aunque tenía unos 26 años, no aparentaba arriba de 19; aquella mujer, decimos, además de la elegancia de su estatura, la pulidez de sus pies y la blancura mate de sus manos, estaba dotada de uno de esos semblantes que en todo tiempo han tenido el privilegio de hacer perder el juicio a las cabezas más seguras de sí mismas.
Y no era porque fuese precisamente bella, sobre todo, del modo como se entendía la belleza en aquella época en que los cuadros de David habían arrastrado a la Francia entera el gusto por lo griego, tan dichosamente abandonado en los dos reinados precedentes, no; antes al contrario, su belleza peculiar era notable por caprichosos caracteres.
Quizá eran sus ojos demasiado grandes, su nariz muy pequeña, sus labios sonrosados con exceso, su cutis demasiado transparente; pero sólo cuando el rostro encantador permanecía impasible, era cuando podían reconocerse aquellos extraños efectos, porque cuando se animaba con una expresión cualquiera la persona, cuyo retrato intentamos bosquejar, tenía el don de plegar su semblante a todas las expresiones posibles, desde la de la virgen más tímida, hasta la de la libertina más desenfrenada; y cuando se animaba, decimos, con una expresión cualquiera de tristeza o de alegría, de compasión o de burla, de amor o de desdén, todas las facciones de aquel lindo rostro se armonizan de tal suerte, que no podría decirse cuál de ellas se había de modificar, porque, añadiendo regularidad al conjunto, se quitaba expresión a la fisonomía. Aquella mujer tenía en la mano un rollo de papel, en el que había trazadas líneas de dos letras diferentes. De vez en cuando levantaba la mano con un ademán de fatiga lleno de gracia, ponía el manuscrito a la altura de sus ojos; leía algunas de sus líneas, haciendo una graciosa mueca, y luego, dando un suspiro, dejaba caer de nuevo su mano, que a cada momento parecía dispuesta a abrirse para dejar escapar el mal aventurado rollo de papel, que parecía ser por el momento la causa principal de un fastidio que no trataba siquiera disimular.
Aquella mujer era una de las artistas más a la moda del teatro francés, y aquel rollo era una de las tragedias más soporíferas de la época: designaremos a la una con el nombre de Fernanda, pero nos guardaremos bien de decir el título de la otra.
fragmento de la novela...
El mulato Alejandro Dumas si sabía mirar a las mujeres, a describirlas como nadie en la tierra en el siglo XIX, Balzac le hacía sombra en esto, solo él... quizás otros como Goethe, los maestro indiscutibles del romanticismo del siglo XIX.
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